
 MENSAJE DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
PARA LA CUARESMA 2009
  "Jesús, después de hacer un  ayuno durante cuarenta días
y cuarenta noches, al fin sintió hambre" (Mt  4,2)  
  
  
 ¡Queridos hermanos y hermanas!
 Al comenzar la Cuaresma, un tiempo que constituye un camino de preparación espiritual más intenso, la Liturgia nos vuelve a proponer tres prácticas penitenciales a las que la tradición bíblica cristiana confiere un gran valor —la oración, el ayuno y la limosna— para disponernos a celebrar mejor la Pascua y, de este modo, hacer experiencia del poder de Dios que, como escucharemos en la Vigilia pascual, “ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos” (Pregón pascual). En mi acostumbrado Mensaje cuaresmal, este año deseo detenerme a reflexionar especialmente sobre el valor y el sentido del ayuno. En efecto, la Cuaresma nos recuerda los cuarenta días de ayuno que el Señor vivió en el desierto antes de emprender su misión pública. Leemos en el Evangelio: “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre” (Mt 4,1-2). Al igual que Moisés antes de recibir las Tablas de la  Ley (cfr. Ex 34, 8), o que Elías antes de encontrar al Señor en el monte  Horeb (cfr. 1R 19,8), Jesús orando y ayunando se preparó a su misión,  cuyo inicio fue un duro enfrentamiento con el tentador.
 Podemos preguntarnos qué valor y qué sentido tiene para nosotros, los  cristianos, privarnos de algo que en sí mismo sería bueno y útil para nuestro  sustento. Las Sagradas Escrituras y toda la tradición cristiana enseñan que el  ayuno es una gran ayuda para evitar el pecado y todo lo que induce a él. Por  esto, en la historia de la salvación encontramos en más de una ocasión la  invitación a ayunar. Ya en las primeras páginas de la Sagrada Escritura el Señor  impone al hombre que se abstenga de consumir el fruto prohibido: “De cualquier  árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no  comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio” (Gn 2,  16-17). Comentando la orden divina, San Basilio observa que “el ayuno ya existía  en el paraíso”, y “la primera orden en este sentido fue dada a Adán”. Por lo  tanto, concluye: “El ‘no debes comer’ es, pues, la ley del ayuno y de la  abstinencia” (cfr. Sermo de jejunio: PG 31, 163, 98). Puesto que el  pecado y sus consecuencias nos oprimen a todos, el ayuno se nos ofrece como un  medio para recuperar la amistad con el Señor. Es lo que hizo Esdras antes de su  viaje de vuelta desde el exilio a la Tierra Prometida, invitando al pueblo  reunido a ayunar “para humillarnos —dijo— delante de nuestro Dios” (8,21). El  Todopoderoso escuchó su oración y aseguró su favor y su protección. Lo mismo  hicieron los habitantes de Nínive que, sensibles al llamamiento de Jonás a que  se arrepintieran, proclamaron, como testimonio de su sinceridad, un ayuno  diciendo: “A ver si Dios se arrepiente y se compadece, se aplaca el ardor de su  ira y no perecemos” (3,9). También en esa ocasión Dios vio sus obras y les  perdonó.
 En el Nuevo Testamento, Jesús indica la razón profunda del ayuno, estigmatizando  la actitud de los fariseos, que observaban escrupulosamente las prescripciones  que imponía la ley, pero su corazón estaba lejos de Dios. El verdadero ayuno,  repite en otra ocasión el divino Maestro, consiste más bien en cumplir la  voluntad del Padre celestial, que “ve en lo secreto y te recompensará” (Mt  6,18). Él mismo nos da ejemplo al responder a Satanás, al término de los 40 días  pasados en el desierto, que “no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra  que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4). El verdadero ayuno, por  consiguiente, tiene como finalidad comer el “alimento verdadero”, que es hacer  la voluntad del Padre (cfr. Jn 4,34). Si, por lo tanto, Adán desobedeció  la orden del Señor de “no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal”, con  el ayuno el creyente desea someterse humildemente a Dios, confiando en su bondad  y misericordia.
 La práctica del ayuno está muy presente en la primera comunidad cristiana (cfr. Hch 13,3; 14,22; 27,21; 2Co 6,5). También los Padres de la Iglesia hablan de la fuerza del ayuno, capaz de frenar el pecado, reprimir los deseos del “viejo Adán” y abrir en el corazón del creyente el camino hacia Dios. El ayuno es, además, una práctica recurrente y recomendada por los santos de todas las épocas. Escribe San Pedro Crisólogo: “El ayuno es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Por tanto, quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca; que preste oídos a quien le suplica aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta oído a quien no cierra los suyos al que le súplica” (Sermo 43: PL 52, 320, 332).  
 En nuestros días, parece que la práctica del ayuno ha perdido un poco su valor  espiritual y ha adquirido más bien, en una cultura marcada por la búsqueda del  bienestar material, el valor de una medida terapéutica para el cuidado del  propio cuerpo. Está claro que ayunar es bueno para el bienestar físico, pero  para los creyentes es, en primer lugar, una “terapia” para curar todo lo que les  impide conformarse a la voluntad de Dios. En la Constitución apostólica  Pænitemini de 1966, el Siervo de Dios Pablo VI identificaba la necesidad de colocar el ayuno en el contexto de la llamada a todo cristiano a no “vivir para sí mismo, sino para aquél que lo amó y se entregó por él y a vivir también para los hermanos” (cfr. Cap. I). La Cuaresma podría ser una buena ocasión para retomar las normas contenidas en la citada Constitución apostólica, valorizando el significado auténtico y perenne de esta antigua práctica penitencial, que puede ayudarnos a mortificar nuestro egoísmo y a abrir el corazón al amor de Dios y del prójimo, primer y sumo mandamiento de la nueva ley y compendio de todo el Evangelio (cfr. Mt 22,34-40).
 La práctica fiel del ayuno contribuye, además, a dar unidad a la persona, cuerpo  y alma, ayudándola a evitar el pecado y a acrecer la intimidad con el Señor. San  Agustín, que conocía bien sus propias inclinaciones negativas y las definía  “retorcidísima y enredadísima complicación de nudos” (Confesiones, II,  10.18), en su tratado La utilidad del ayuno, escribía: “Yo sufro, es verdad, para que Él me perdone; yo me castigo para que Él me  socorra, para que yo sea agradable a sus ojos, para gustar su dulzura” (Sermo 400, 3, 3: PL 40, 708). Privarse del alimento  material que nutre el cuerpo facilita una disposición interior a escuchar a  Cristo y a nutrirse de su palabra de salvación. Con el ayuno y la oración Le  permitimos que venga a saciar el hambre más profunda que experimentamos en lo  íntimo de nuestro corazón: el hambre y la sed de Dios.
 Al mismo tiempo, el ayuno nos ayuda a tomar conciencia de la situación en la que  viven muchos de nuestros hermanos. En su Primera carta San Juan nos pone  en guardia: “Si alguno que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está  necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de  Dios?” (3,17). Ayunar por voluntad propia nos ayuda a cultivar el estilo del  Buen Samaritano, que se inclina y socorre al hermano que sufre (cfr. Enc.  Deus caritas est, 15). Al escoger libremente privarnos de algo para ayudar a  los demás, demostramos concretamente que el prójimo que pasa dificultades no nos  es extraño. Precisamente para mantener viva esta actitud de acogida y atención  hacia los hermanos, animo a las parroquias y demás comunidades a intensificar  durante la Cuaresma la práctica del ayuno personal y comunitario, cuidando  asimismo la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la limosna. Este fue,  desde el principio, el estilo de la comunidad cristiana, en la que se hacían  colectas especiales (cfr. 2Co 8-9; Rm 15, 25-27), y se invitaba a  los fieles a dar a los pobres lo que, gracias al ayuno, se había recogido (cfr. Didascalia Ap., V, 20,18). También hoy hay que redescubrir esta práctica  y promoverla, especialmente durante el tiempo litúrgico cuaresmal.
 Lo que he dicho muestra con gran claridad que el ayuno representa una práctica  ascética importante, un arma espiritual para luchar contra cualquier posible  apego desordenado a nosotros mismos. Privarnos por voluntad propia del placer  del alimento y de otros bienes materiales, ayuda al discípulo de Cristo a  controlar los apetitos de la naturaleza debilitada por el pecado original, cuyos  efectos negativos afectan a toda la personalidad humana. Oportunamente, un  antiguo himno litúrgico cuaresmal exhorta: “Utamur ergo parcius, / verbis,  cibis et potibus, / somno, iocis et arctius / perstemus in custodia –  Usemos de manera más sobria las palabras, los alimentos y bebidas, el sueño y  los juegos, y permanezcamos vigilantes, con mayor atención”.
 Queridos hermanos y hermanas, bien mirado el ayuno tiene como último fin  ayudarnos a cada uno de nosotros, como escribía el Siervo de Dios el Papa Juan  Pablo II, a hacer don total de uno mismo a Dios (cfr. Enc.  Veritatis Splendor,  21). Por lo tanto, que en cada familia y comunidad cristiana se valore la  Cuaresma para alejar todo lo que distrae el espíritu y para intensificar lo que  alimenta el alma y la abre al amor de Dios y del prójimo. Pienso, especialmente,  en un mayor empeño en la oración, en la lectio divina, en el Sacramento  de la Reconciliación y en la activa participación en la Eucaristía, sobre todo  en la Santa Misa dominical. Con esta disposición interior entremos en el clima  penitencial de la Cuaresma. Que nos acompañe la Beata Virgen María, Causa  nostræ laetitiæ, y nos sostenga en el esfuerzo por liberar nuestro corazón  de la esclavitud del pecado para que se convierta cada vez más en “tabernáculo  viviente de Dios”. Con este deseo, asegurando mis oraciones para que cada  creyente y cada comunidad eclesial recorra un provechoso itinerario cuaresmal,  os imparto de corazón a todos la Bendición Apostólica.
 Vaticano, 11 de diciembre de 2008  
  
 BENEDICTUS PP. XVI